
Martin Moya Delgado
Vicepresidente de Foro Educativo
A orillas del río Marañón, en pleno corazón de la Amazonía, el tiempo corre al margen del calendario. Sus aguas son testigo silencioso de risas, esfuerzos y vidas enteras que dependen de su cauce. Entre ellas, están las de los maestros que viajan 14 o 15 horas desde Nauta hasta la cuenca del río Corrientes, y otros que, saliendo desde puntos como Iquitos, pueden tardar hasta siete días en llegar a las zonas de frontera. En este contexto, hablar de un “buen inicio” del año escolar suena más a una ironía institucionalizada que a una realidad posible.
En cada kilómetro de los grandes ríos amazónicos también se mide la desigualdad. El “Buen Inicio” del año escolar se parece más a un barco que zarpa sin motor, sin brújula y con la tripulación incompleta. Mientras tanto, el Ministerio de Educación repite el mismo libreto cada año: cronogramas, declaraciones rimbombantes, normas técnicas que este año llegaron demasiado tarde. El resultado: miles de escuelas sin liderazgo, sin docentes, sin clases. Y si en Lima un retraso ya es grave, en la Amazonía es un abismo.
En Loreto, menos de la mitad de las plazas docentes han sido cubiertas. En Amazonas, la situación mejora apenas un poco, pero sigue siendo insuficiente. Estas cifras no son solo datos técnicos: revelan una precariedad crónica en territorios habitados por comunidades indígenas, poblaciones fronterizas y pueblos aislados, donde la escuela no solo cumple un rol educativo, sino que a menudo representa la única presencia real del Estado.
Ante la ausencia de maestros y directores ¿Quién se encarga entonces de recibir los textos escolares cuando finalmente llegan? ¿Quién ordena el aula antes del primer día de clases? ¿Quién verifica si hay luz, si los baños funcionan, si el techo no representa un peligro? Sin docentes ni directores, la infraestructura educativa no solo se queda vacía: se vuelve inoperante.
A mediados de marzo, cuando ya debería haberse completado la primera semana de clases, muy pocas escuelas amazónicas habían recibido o gestionado los fondos necesarios para mantenimiento. La mayoría no contaba con un responsable designado, ni con las transferencias hechas, ni con tiempo suficiente para preparar las instalaciones antes de la llegada de los estudiantes. Ya en la primera semana de abril, todavía hay docentes esperando la resolución que formalice su contrato. En estas condiciones, y considerando todo lo que implica el viaje, la travesía fluvial, la llegada y la instalación en las comunidades, es probable que muchas escuelas —sobre todo en zonas de frontera— recién abran sus puertas a fines de abril o incluso en mayo.
A todo lo anterior se suman otros factores: las lluvias intensas y las inundaciones, que complican aún más el inicio del año escolar y las promesas incumplidas de servicios de salud y alimentación escolar. Mientras tanto, se multiplican los discursos sobre igualdad de oportunidades, equidad y cierre de brechas, pero en la práctica lo que se acumula son horas, semanas y hasta meses de aprendizaje perdido. Tiempo que no vuelve. Infancias que se quedan atrás sin que nadie asuma la responsabilidad.

En cuanto a la normativa, esta exige 900 horas lectivas en inicial, 1100 en primaria y 1200 en secundaria. Pero entre feriados, paralizaciones, lluvias, y ausencias docentes, esas cifras se vuelven inalcanzables. Las aulas rurales —cuando hay aula— no solo inician tarde: muchas nunca llegan a cumplir el mínimo.
En la Amazonía, donde el Estado llega poco y mal, la escuela pública se ha convertido en un espacio liminal, suspendido entre la promesa y la desilusión. No garantiza derechos ni actúa como motor de desarrollo. Pero tampoco cumple con su función más básica: ofrecer una educación de calidad. En muchas zonas rurales, la escuela no logra desarrollar las competencias fundamentales que se espera del sistema educativo nacional. Al mismo tiempo, tampoco fortalece ni valora los saberes comunitarios, los conocimientos ancestrales ni las lenguas originarias.
Como resultado, los estudiantes quedan atrapados en una formación que no los lleva muy lejos en ningún sentido. No acceden a las herramientas necesarias para desenvolverse plenamente en el mundo moderno, pero tampoco se afianzan en su identidad cultural ni en el conocimiento propio de sus comunidades. Terminan a medio camino: sin una educación sólida que les abra nuevas oportunidades, y también desconectados de los saberes tradicionales que podrían haber sido una base firme para el desarrollo local. La escuela, en lugar de ser un puente, se convierte en un lugar de tránsito incierto, sin rumbo claro.
¿Qué les espera, entonces, a los adolescentes que logran terminar la secundaria en medio de esta precariedad educativa? ¿Qué horizonte pueden construir quienes egresan sin haber desarrollado plenamente las competencias básicas y además desconectados de los saberes, valores y lenguas de su propia comunidad? Quedan en una especie de limbo: demasiado alejados de una educación moderna y funcional, y al mismo tiempo, desvinculados de la sabiduría colectiva que podría haberles dado un anclaje y un propósito. Esta doble desconexión los deja vulnerables, sin referentes sólidos, sin opciones claras, y muchas veces con una única salida: migrar a las ciudades, donde el desarraigo y la exclusión se repiten en nuevas formas. Es un futuro que se parece más a una huida que a un proyecto de vida.
El sistema parece operar bajo una lógica perversa: cuanto más difícil es el acceso, menor es la respuesta del Estado. En las zonas donde la presencia estatal debería ser más fuerte, lo que se encuentra es abandono. En lugar de priorizar a las poblaciones más excluidas, aquellas que enfrentan mayores barreras geográficas, económicas y culturales, el Estado las empuja aún más hacia los márgenes. La complejidad del territorio, en vez de motivar una intervención focalizada, se convierte en excusa para la inacción. Así, la brecha no solo se mantiene, sino que se profundiza, consolidando un modelo que castiga la distancia y penaliza la diferencia.
En este contexto, La escuela rural no puede seguir funcionando como una simple extensión del modelo urbano, aislada de su contexto y ajena a la vida de la comunidad. En territorios donde el Estado casi no llega, la escuela es muchas veces la única institución presente. Por eso, más que un espacio exclusivamente académico, debe transformarse en un centro comunitario: un lugar donde converjan la educación formal, los saberes locales y el desarrollo del entorno.
Transformar la escuela en un centro comunitario significa permitir que allí se desarrollen proyectos productivos, talleres de saberes tradicionales, prácticas agrícolas, encuentros culturales o espacios de diálogo intergeneracional. Significa que los estudiantes no solo aprendan sobre el mundo exterior, sino también sobre su propio territorio, su historia, sus conocimientos, convirtiendo a la educación en un verdadero motor de desarrollo local. La escuela debe dejar de ser un espacio cerrado que repite contenidos ajenos, y convertirse en un espacio vivo, que nutre y se nutre de la comunidad.
En conclusión, hablar de equidad educativa sin reconocer la complejidad del territorio es quedarse en el vacío. La Amazonía necesita acciones concretas, políticas diferenciadas que reconozcan su diversidad, inversión sostenida que no se disuelva en promesas, y una presencia real del Estado que no dependa de los vaivenes del ciclo político.
Porque mientras los botes siguen cruzando el río, llevando a docentes que enfrentan valientemente la distancia y la precariedad, la ruleta de la exclusión no se detiene, repitiéndose incesante el mismo patrón: decisiones centralizadas, falta de seguimiento, indiferencia institucional. El futuro de la educación en la Amazonía no se juega solo en las cifras de cobertura o en las estadísticas de matrícula. Se juega en el aula sin luz, en el maestro que llega en bote, en la comunidad que sigue apostando por la escuela como única posibilidad. Se juega río arriba, donde todavía se enseña con más compromiso que recursos.

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