
Manuel Bello Domíguez
Asociado de Foro Educativo
En el libro Pedagogía del oprimido, Paulo Freire nos enseñó que la educación nunca es neutra social ni políticamente; dijo —con razón— que toda acción cultural incide sobre la estructura social, ya sea para mantenerla como está, procurar pequeños cambios o transformarla de manera radical. Opinó que la finalidad principal de la educación debía ser la liberación de los oprimidos, pero denunció que la enseñanza escolar predominante, vertical y “bancaria”, reproducía la opresión y las desigualdades. Varias décadas después, vemos que la pedagogía de la opresión prevaleció y que la estructura social es aún peor que antes.
Ahora observamos por todas partes el vaciamiento de la democracia y el surgimiento de regímenes oligárquicos, autoritarios y antiliberales; el aumento de las desigualdades y la concentración extrema de la riqueza y del poder en muy pocas manos. Desde el punto de vista de las pedagogías críticas, es urgente volver a preguntarse por el papel de la educación en los procesos que han conducido a la situación actual y sobre las características que podría tener una pedagogía alternativa orientada eficazmente al fortalecimiento de la democracia con inclusión, equidad y valoración de la diversidad.
Estas son algunas de las preguntas que debemos hacernos: ¿qué tiene que ver la pedagogía escolar con la descomposición de la convivencia social y el crecimiento de la arbitrariedad, la violencia y el abuso impune de los poderosos en las sociedades contemporáneas? ¿Qué papel han jugado las escuelas en la consolidación de la cultura neoliberal y en el apoyo masivo al surgimiento de regímenes autoritarios e intolerantes en EE.UU. y varios países de Occidente? ¿Tiene la educación escolar una parte de la responsabilidad en el extremo debilitamiento de las organizaciones sociales y el descrédito de la acción colectiva democrática?

Los educadores siempre han estado convencidos de que las escuelas cumplen una función sociopolítica importante; las constituciones y leyes republicanas desde el siglo XIX aseguraban que la educación forjaría sociedades de ciudadanos democráticos, libres e iguales. Pero el sistema escolar no ha logrado este propósito; muchas sociedades están optando por líderes y partidos autoritarios, contrarios a las aspiraciones democráticas y a los derechos humanos. Vemos crecer la intolerancia, la discriminación y la violencia en la política y en la convivencia social. Pese a ello, el debate actual de los educadores elude esta responsabilidad pedagógica crucial y se enfoca solo en asuntos técnicos e instrumentales.
Los pedagogos críticos nos advirtieron que en el capitalismo las escuelas educan para la desigualdad, para el individualismo y la competencia, para la desconfianza y la resignación, para el oportunismo y la coartada, para el abuso y la desesperanza, para el éxito de muy pocos y el fracaso de la mayoría. Al margen de los propósitos oficiales, los objetivos normados, los contenidos, los métodos, los textos y los discursos cívicos, la vigencia de la segregación escolar por niveles socioeconómicos y de rutinas escolares jerárquicas, autoritarias, discriminadoras y despersonalizadas, en gran medida forjan las personalidades, las actitudes y la cultura que predomina en las sociedades contemporáneas. La pedagogía implícita en las relaciones educativas y el llamado “currículo oculto” pesan en el proceso formativo individual y colectivo.
Desde una mirada pedagógica, la segregación escolar por niveles socioeconómicos —vigente en muchos países— desarrolla en los estudiantes y en sus familias una idea de su ubicación en la estructura piramidal y estratificada de la sociedad; cada escuela está asociada con un cierto nivel de pobreza o de riqueza según el sector de población que atiende y la calidad de la educación que ofrece, determinado por sus precios o las contribuciones y apoyos que demanda a las familias. En este sentido, cada escuela es un mensaje: se asocia con altas expectativas, con mediocridad o con precariedad, dependiendo de su ubicación en la pirámide social. Las llamadas “escuelas para pobres”, estatales o privadas, son estigmatizantes y tienden a producir desesperanza y resignación.
La segregación escolar debilita la cohesión social, reduce la tolerancia hacia la diversidad y el respeto a diferencias culturales y religiosas, aumenta el racismo y la discriminación, debilita la confianza y la solidaridad, normaliza las desigualdades y legitima una falsa meritocracia. La segregación tiende a promover la soberbia entre los privilegiados y la humillación o el resentimiento entre los carenciados que asisten a las escuelas precarias; afecta el autoconcepto y la autoestima, los que a su vez se asocian con el bajo rendimiento académico, la violencia escolar, la informalidad y la marginalidad.
Por otro lado, la pedagogía individualista y autoritaria está presente transversalmente en la mayoría de las escuelas. Se manifiesta en los tipos de relaciones que se establecen entre directivos y docentes con alumnos y familias; entre los docentes y entre estudiantes; en rutinas como las formaciones de tipo castrense, los horarios y el manejo autoritario de la disciplina; en la frecuencia de la violencia y el abuso entre estudiantes. Se expresa, asimismo, en las dinámicas de enseñanza y aprendizaje en las aulas, casi siempre lectivas, verticales, ciegas a la diversidad de culturas y de aprendizajes previos, posibilidades y limitaciones de los alumnos; orientadas al éxito individual de muy pocos y al fracaso de muchos. Son dinámicas que rara vez incluyen la cooperación o el interés por el bien común.
En resumen, la pedagogía implícita que prevalece en la mayoría de las escuelas reproduce una cultura hegemónica caracterizada por un hiperindividualismo egocéntrico, incertidumbre y miedo; desconfianza, mentira y deshonestidad; intolerancia, amnesia histórica e indiferencia; son actitudes que destruyen cualquier noción de ciudadanía social, por lo que se trata de una pedagogía incompatible con la democracia política y social. La pasividad de amplios sectores sociales frente al actual desmantelamiento de la democracia y la aplicación de políticas de exclusión, de deportación y hasta de exterminio de poblaciones es, en buena parte, el resultado de esa pedagogía de la opresión que los educadores debemos criticar y transformar en beneficio de la humanidad.
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