Por Candelaria Ríos Indacochea

Vocal de Foro Educativo

Generalmente, al tocar el tema de la violencia contra la mujer en el contexto educativo se alude a estudiantes que son agredidas, principalmente por docentes, como el terrible caso de las más de 500 denuncias de violencia sexual contra niñas y adolescentes awajún. Incluso cuando se aborda desde la prevención, prevalece el énfasis en la infancia.

En esta ocasión, y frente a penosos hechos como el feminicidio contra Sheyla Condor, y el menos publicitado, pero igualmente terrible delito de violación en manada contra la música Pilar K-oz en Arequipa, vale la pena enfatizar que, aunque las niñas y las adolescentes por su edad están en mayor vulnerabilidad, también lo están las jóvenes.

Esto se traduce en que el rechazo sea cualitativa y mediáticamente más significativo cuando la víctima es una niña o púber, mientras que, si es adolescente o joven, se requiere que la violencia sea más cruda para conmocionar o generar empatía. Desde el otro lado, esta perspectiva supone normalizar y o justificar las violencias de índole sexual contra las adolescentes y jóvenes que ya no están protegidas por la indemnidad sexual o que han desarrollado fisiológicamente un poco más.

“Ya come con sus dos manos” es una expresión que reiteradamente he escuchado de hombres, pero también de algunas mujeres para justificar que una joven o adolescente es lo suficientemente mayor para “saber lo que hace”, y por tanto niegan la posibilidad de una vulneración a su consentimiento.

La práctica de culpar a la víctima (victim-blaming) se ejerce de manera progresiva conforme la mujer va pasando de la infancia a la adolescencia, y de la adolescencia a la mayoría de edad, sin considerar que el desarrollo no es solo fisiológico, sino cognitivo y emocional, y que éste no se  completa hasta pasados los veintes, y aun así existen brechas de experiencia personal que pueden colocar a una estudiante de educación superior en una postura de vulnerabilidad frente a sus amigos, compañeros y docentes.

Es el caso de muchas becarias, especialmente provenientes de comunidades, ámbitos rurales y/o pueblos indígenas. El ser mayores de edad no implica que tengan las herramientas para prevenir situaciones de riesgo relacionadas con el enamoramiento y la sexualidad.

Al haber tenido una nula o deficiente educación sexual en sus escuelas, producto de las brechas persistentes en la calidad educativa, y manejar valores culturales diferentes respecto al establecimiento de una pareja, sumado a una nula educación financiera, las hace presa fácil de distintas formas de violencia contra la mujer, especialmente violencia económica y psicológica, pero que también puede incluir violencia sexual y escalar a violencia física cuando ella intenta romper el ciclo de violencia.

Los casos de jóvenes becarias que encuentran una pareja que luego las despoja del estipendio pecuniario de la beca, forzando una convivencia prematura que encubre otras formas de violencia están invisibilizados. Los docentes y el entorno de las estudiantes no suelen identificar como violencia estas situaciones de asimetría y abuso de poder, porque supuestamente al ser mayores de edad “saben lo que hacen”, “comen con sus dos manos”.

Pero no son solo las becarias, también son las universitarias que migran a la ciudad solas, trabajando y/o con apoyo de sus familias. Recuerdo una compañera que fue víctima de violencia sexual en el cuarto que alquilaba para ir a la universidad, y que lo debió afrontar en silencio.

Existen al menos tres factores que colocan en vulnerabilidad a estas jóvenes.

El primero está relacionado a su etapa de desarrollo, pues aún están transitando de la adolescencia a la adultez, por lo que algunas capacidades cognitivas relacionadas a la toma de decisiones no están plenamente desarrolladas.

El segundo y muy vinculado a ello es la falta de información confiable respecto a los riesgos en los nuevos espacios donde han ido a estudiar, lo que incluye un choque cultural sobre la manera de entender las relaciones de pareja, mucho más líquidas en las urbes que en una comunidad, donde la expectativa es establecerse de manera permanente con quien se mantienen las primeras relaciones sexuales. Por eso ellas sienten que pierden valor al tener más de una pareja, lo que las lleva a soportar abusos y violencia para no ser mal vista en sus círculos familiares y comunales.

El tercer factor tiene que ver con la dependencia económica que aún mantienen respecto de sus padres o del estipendio que reciben en el caso de las becarias, y tener que manejar un presupuesto propio sin haber recibido educación financiera. A ello se suma que en sus comunidades de origen los roles de género suelen estar más marcados, siendo los hombres los responsables del manejo económico monetario (el económico del trueque y doméstico es de las mujeres), por lo que ellas confían en que una pareja les ayudará con las finanzas. Bajo ese criterio, delegarle a su pareja el manejo de sus ingresos les parece normal, y no despierta alertas de abuso o violencia.

Una educación sexual integral y una educación financiera centrada en la autonomía de la mujer serían medidas imprescindibles para la prevención. 

Pero para la respuesta se requiere algo más.

Actualmente las instituciones de formación superior cuentan con lineamientos para organizar comités de ética y protocolos para la sanción, denuncia y derivación. Sin embargo, al igual que pasa con estamentos como la Policía, los protocolos sirven de muy poco si las personas que integran las instituciones continúan apañando a los agresores, y/o culpando a las víctimas simplemente por ser mayores de edad, sin evaluar la situación de vulnerabilidad o las relaciones de poder contextuales a los hechos.

Además de las consecuencias en la salud física y mental en la vida de las víctimas, también se afectan sus trayectorias educativas, sea porque interfiere con su desempeño académico, porque se produce un embarazo y maternidad no planificados, porque pierde la beca, o porque para poder sanar, abandona los estudios y el lugar que asocia a la violencia sufrida.

Romper los mitos que sustentan la práctica de culpar a la víctima son fundamentales, no solo para mejorar la prevención y respuesta de violencia contra mujeres jóvenes, sino también contra adolescentes y púberes, hacia quienes se dirigen estos mismos estigmas y estereotipos.


1 Comentario

Guillermo Sánchez Moreno Izaguirre · 25/11/2024 en 11:17 AM

Buen análisis desde díversos enfoques, conviene leerlo.

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